domingo, 21 de octubre de 2007

Cuento de Caperucita Roja políticamente correcto

Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja, que vivía con su madre en la linde de un bosque. Es decir, en la periferia del bosque, aunque no se trataba de una familia monoparental excluída socialmente, sinó que lo hacían porque les gustaba. Más aire puro y menos problemas de seguridad.
Es necesario aclarar, que su apelativo de "Roja" no estaba relacionado a ninguna teoría económica y política que utiliza una bandera de ese color como identificación externa.
Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad.
Además, su abuela no era "vieja", como una camiseta que se desecha luego de terminada su vida útil; antes bien, era una persona que había sufrido en carne propia los avatares de una vida de servicio hacia la sociedad (en especial en favor de la madre de Caperucita y el resto de su familia), lo que le había causado una serie de deficiencias físicas inherentes al esfuerzo realizado.
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él.
Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente madurez como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.
De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta. -Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura- respondió.
No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña recorrer sola estos bosques. Caperucita respondió: -Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella, debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia y globalmente válida- que la angustia de tal condición te produce. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal, tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela.
Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro.
A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.
Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo: -Abuela, te he traído algunos alimentos no modificados genéticamente en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.-
Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.
¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente eres extremadamente limitada.
Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes! -Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.-
Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente hablando, claro está, y de cierto modo, indudablemente atractiva. -Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.-
Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes! -Caperucita, debes saber que me siento muy feliz de ser lo que soy y cómo soy; ningún estereotipo social ni imagen impuesta por los medios de comunicación me afecta negativamente- y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras, dispuesto a devorarla.
Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo (era una persona de criterio amplio, sin prejuicios), sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal.
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Aclaremos que esta persona hacía una explotación sustentable de la madera del bosque, respetando el ecosistema, debido a su gran conciencia social.
Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.
-¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo?- inquirió Caperucita.
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios. ¿Cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo? -prosiguió Caperucita-.
¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un varón?
¡Sexista! ¡Racista!
Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza, dando explicación práctica al significado de la frase "apagar fuego con fuego".
Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo sintieron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, y decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos. Y, juntos, vivieron felices en el bosque para siempre, gracias a que la intempestiva desaparición del operario maderero creó una leyenda macabra, que alejó a sus compañeros de esa zona por muuuchos, muuuchos años.